Manifiesto contra el olvido
Manifiesto contra el olvido
Diecinueves/Nueves
El 19 de septiembre se agrupa como un cúmulo de vivencias individuales que, sumadas, difícilmente podrían ser agrupadas bajo un solo término: dolor, desesperación, desesperanza; cada palabra que se intenta asignar resulta pequeña. A cuatro semanas de distancia, brillan aún gigantes las lágrimas de los que perdieron a alguien, de los que volvieron de sus trabajos o escuelas para encontrarse sin hogar, de los que impotentes vimos las ruinas de los edificios por los que día a día pasábamos, de los que abrazamos, aunque fuese a la distancia, a los padres y madres, hermanos y hermanas, amigos y amigas, que se vieron de repente con la llama de la esperanza apagada, al ver los puños en alto para escuchar que debajo de esos muros -de esas rocas, de ese polvo- la vida física había sido del todo arrancada.
Durante días los altavoces -las miradas, las manos, los rezos, las ganas- se volcaron al cielo para expresar lo que más dolía y movía nuestras almas: por acá, una sobrina o hija o nieta toma en sus manos la bocina para gritar a través del viento a la persona que ama, debajo de los restos de su departamento de dos metros reducido a unos centímetros de piedra; gritaba ella -y él, y todos- también a quienes hombro a hombro buscaban tender la mano a esa vida que aún latía para escuchar entonces toda la belleza del mundo en el indiscutible sonido de la respiración. Todas y todos, en donde nos encontráramos, callamos entonces para escuchar, a través de los muros, de las calles y los escombros, esa respiración; y callamos también, porque no había más, bajo la aplastante desesperanza: ni voz, ni latido, ni respiración. Se volvían también los ojos a las listas, en cartones, cartulinas y hojas que entre los postes y en las esquinas eran colocados con los nombres de aquellos a quien el temblor no pudo llevarse, y que vivían para ser con nosotros un futuro que, ahora, cubierto por polvo, no podía ni podría verse igual. Y mientras brigadistas y su labor tenían su propia lucha, luchaba también el orden gubernamental por dar la respuesta que ellos y ellas merecían y reclamaban.
A cuatro semanas, la ciudad volvió a su vida regular. Los autos pasan, la gente corre, los cascos y las palas se vieron sustituidas por trajes; pero, pese a las apariencias, nada ha vuelto a ser normal. Nada puede regresarnos lo que se llevó ese día: ni nuestra paz, ni nuestra calma, ni nuestra plena felicidad; pero si algo puede nacer de una tierra tan árida como la de la tragedia, vale la pena marcarlo en la memoria para jamás olvidar. No debemos olvidar a quienes nos fallaron: aquellos que debían gobernar este país, aquellos que debían, desde prevenir, hasta dar respuesta a la tragedia, y nos fallaron. Hoy, en negro y blanco, en todas las primeras planas, ya no vemos los nombres y rostros de los nueve hermanos fallecidos en Ciudad Jardín, los diez de Petén 915, los veintiséis de Rancho Tamboreo 11, los cuarenta y nueve de Álvaro Obregón 286, ni el resto de las y los 324 mexicanos fallecidos el martes diecinueve de septiembre; no, vemos las disputas y debates entre los políticos y su gente, sobre quién donó o quién donará, sobre quien enmendó o quién enmendará los daños y el sistema; leemos las propuestas de los líderes del frente amplio, y de los partidos sin frente, sobre transformar la forma en que se financian los partidos políticos, pero esta discusión y todas las propuestas a su alrededor no deben hacernos olvidar que ellos nos fallaron a todos: al esquivar la atención con discursos vanos y promesas vacías, al concentrar en centros y bodegas del gobierno la ayuda que la sociedad civil organizada, con toda su pasión y empeño, mandaba a las comunidades de Morelos más alejadas para darla después, bajo su administración y conforme a su experiencia, dosificada; al alargar su respuesta, o peor aún, al haber dejado que su gente y sus pueblos se quedaran sin nada mientras en sus casas (regidores, presidentes municipales, gobernadores) tenían pisos llenos de lujosas habitaciones vacías y un zoológico en el jardín con un par de llamas importadas. El sistema nos falló, desde el gobierno federal hasta los mandatarios municipales, y aunque ahora, a diferencia del sismo que tiró la ciudad en 1985, la marina y el ejército estaban tras cinco horas ya en las zonas de derrumbe, cumpliendo con su deber, nada quita que de la tragedia, políticos y políticas hayan querido acaparar los reflectores y las primeras planas. Y hoy, con ese fin, proponen la barbaridad de privatizar la obtención de recursos de los partidos. Pero nosotros, la sociedad que se organizó tras moverse la tierra, no queremos sus atropellos, ni sus discursos que se brindan de dientes para afuera.
Exigimos, que los organismos del gobierno, diseñados para atender la tragedia se vuelvan eficaces y eficientes, que actúen como y cuando deben; exigimos que se cese ya el despilfarro, que si los partidos políticos reciben sus cuotas del Instituto Nacional Electoral (INE) no sea para imprimir playeras y gorras con los rostros de sus candidatos, sino para hacer campañas claras, donde hablen de sus ideas y proyectos y no solamente de las ya acostumbradas promesas proselitistas; que todos los niveles de gobierno se aprieten el cinturón y reduzcan gastos, empezando por la enorme cantidad de recursos que se pierden debido a la corrupción, y que con ese dinero, las miles de familias que aún hoy duermen en albergues, tengan de nuevo un techo bajo el cual guarecerse y un lugar al que llamar hogar; exigimos que se endurezcan las leyes, y que el compadrazgo no sea ya la única normativa al dar concesiones para la construcción, que se cese la edificación irresponsable, que se deje de poblar las colonias que la moda gentrificó, y que las zonas populares donde ser de escasos recursos fue sinónimo de vivir en edificios y casas indignas e inseguras no sean más epitafios de lo que pudo ser de haber actuado y construido conforme a la ley; por último, exigimos que esta participación del pueblo que con el sismo se cimbró no sea nunca más ignorada, y que a partir de ahora, ciudadanía y gobierno, sean, al decidir, una sola voz.
Sabina Berman escribió respecto al sismo que “hay una belleza atroz y justa en la tragedia. Lo que tumba se torna inepto. Lo que permanece de pie, indispensable”. Un viejo México, donde juventud era sinónimo de apatía y enajenación, donde la sociedad civil organizada era solamente una aspiración, donde las redes sociales eran la diversión y procrastinarían por excelencia, donde la corrupción era un pan de cada día, pasado a la fuerza, pero sin atragantar, se derrumbó. De los restos de ese viejo México ha emergido uno más fuerte, en el que sus jóvenes son el motor que toda esta maquinaria requiere para avanzar.
Muchas luchas quedan por ser libradas: no debemos olvidar que el desastre no se quedó en la ciudad, no debemos olvidar que aún somos de ayuda en otros estados que, junto con nosotros, lloran y llorarán a sus hogares y fallecidos; no debemos olvidar que las instituciones deben cambiar, que debemos transformar al gobierno, que debemos asegurarnos de que la ayuda llegue a donde deba llegar y siga fluyendo hasta que el último escombro sea removido y la última familia damnificada recupere su hogar, y que debemos involucrarnos como ciudadanos, y como hermanas y hermanos, igualados en los minutos de pánico que el sismo duró. Y si esta vela fue encendida, por la impotencia y el dolor, que sea mantenida con el mismo ardor de los que levantaron escombros, de los que abrieron centros de acopio, de los que prestaron sus cuerpos para ayudar levantando, cargando, llevando y curando, abrazando y consolando, y dando una palmada como muestra de fe en ese México más grande, que, desde hace cuatro semanas, hemos visto nacer. Ha pasado un mes ya desde que la tierra se movió y, aún ahora, se sacuden nuestras conciencias.