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Jair o el viejo fantasma que toca a la puerta

Emiliano Palau

Un viejo y conocido fantasma recorre América Latina, tocando puertas, sonando cacerolas por las calles, pegando sustos de esquina en esquina. De alguna forma reconocemos que el miedo no se ha ido. El temor a su retorno –triunfante, amenazador- ha permanecido. El asunto es que hoy, tras las decepciones democráticas de finales y principios de siglo, este miedo parece difuminado, pequeño a comparación de otros miedos, más nuevos, más frescos, que a ratos parecen tocar más puertas, sonar más cacerolas, y pegar más sustos. El fantasma, aunque casi idéntico, ha sabido modernizarse. Hoy parece menos temible e incluso adecuado. Se presenta como el miedo deseable para atacar –y supuestamente vencer- los otros miedos, los miedos nuevos y frescos.

            Hablar de Jair Bolsonaro a estas alturas parece redundante. Mucho se ha escrito y dicho, mucho se ha atacado, y en los casos más temibles, alabado. Su nombre ya resuena con la misma potencia con que hace meses resonaba el nombre del viejo gran sabio, ese otro fantasma, más fresco y más nuevo, que prometía volver con su cara confiable y su mano suave. Pero Lula ya no es protagonista más que de su propia historia.

            Casi todas y todos sabemos quién es la nueva cara del viejo fantasma: misógino hasta la náusea, homofóbico, intolerante, antidemocrático, violento y militarista. Apenas este domingo ha encabezado los titulares con su 46% de los votos en la primera vuelta electoral brasileña. Atemorizante. Pero, para muchos –muchos más que los que representa ese 46%, fuera de las fronteras brasileñas, en el resto de América- este fantasma es deseable. Porque, para ellos y ellas no debe volver la izquierda. Y para ello prefieren votar por la dictadura de la mayoría, sin darse cuenta que esta mayoría no es más que el cuento de sí misma: católica (o cuando menos religiosa), blanca, machista, de clase media o alta. Esa mayoría que se ha visto oprimida –tan oprimida- por las minorías con los fallidos gobiernos de izquierda. Groso error.

            Podemos encontrar muchos responsables de la crisis en Brasil, empezando con las y los congresistas que, con un discurso divisorio, prefirieron una jugarreta política para deponer a Dilma Rouseff, salvando así sus pellejos, pero poniendo en jaque la institucionalidad del gobierno. Sin embargo, negar los errores del Partido de los Trabajadores (PT), también sería iluso. Y en este caso, reconocer los escandalosos casos de corrupción, que fueron también determinantes en la elección presidencial mexicana hace unos meses es, cuando menos, necesario.

            Hasta cierto punto, el resultado del domingo era predecible desde el momento en que Luiz Inácio Lula Da Silva, expresidente brasileño y líder moral de la izquierda brasileira, quedo fuera del juego. Pero, podemos preguntarnos ¿Qué hizo a Bolsonaro, denominado por el columnista de The Guardian Glenn Greenwald como “el más detestable […] funcionario público elegido en el mundo democrático”, casi ganador de la primera vuelta electoral de este domingo? ¿Qué hace volver a este fantasma de veta dictatorial a las puertas del poder político en uno de los países latinoamericanos más grandes? ¿Es más un fenómeno disruptivo de la tendencia electoral latinoamericana, o una replicación de los sucesos ocurridos en otros países?

            La fragmentación del escenario político y la difuminación de las instituciones es, sin duda una de las respuestas a la primera pregunta. Los dos partidos tradicionales predominantes, el de la Social Democracia Brasileña (PSDB) y el de los Trabajadores (PT), se mostraron incapaces de canalizar las demandas sociales desde 2013, empezando con la pugna por poner fin a la corrupción. Finalmente, la conflictiva elección del año siguiente, que llevo a una segunda vuelta entre los candidatos de ambos partidos (resultando electa Dilma Rousseff para un segundo periodo), fue el inicio de un resquebrajamiento político y del sistema de partidos cuyo desplome final se daría con la destitución de la presidenta en 2016. A la estrepitosa caída de Dilma le siguió una presidencia de antemano coja: la del debilitado, impopular e ineficaz Michel Temer.

            Aunque de esta debacle se podría responsabilizar a la izquierda de Dilma y Lula, los escándalos de corrupción que pusieron en duda la credibilidad del PT no dejan exento a ningún otro partido político. Los mismos políticos que votaban el fin de la presidencia de Rousseff lo hacían cuidando también sus espaldas. La noción de poder político y su legitimidad se presentaron así, más débiles que nunca, dejando a los poderes ejecutivo y legislativo detrás del aún legitimo poder judicial, concentrado en su propia búsqueda de culpables.

            En este escenario de incertidumbre no resulta tan sorprendente que el candidato que se presenta como el hombre fuerte sea el que represente mayor certeza del porvenir para el electorado de la nación sudamericana, pero ¿es eso suficiente para un voto de estas proporciones al candidato que justifica el uso de la tortura y constantemente retorna a la figura de la dictadura como una realidad deseable?

            En este sentido, el fenómeno brasileño tiene que leerse dentro del contexto del resto de las naciones de América Latina. Desde los distintos procesos electorales vividos de 2016 a la fecha, un fenómeno se ha extendido por toda la región. La vieja derecha, tradicionalmente de raíces católicas, acostumbrada al cabildeo y a la política de salón, se vio en parte suplantada y en parte infundida por una nueva ola de derecha, con tintes religiosos, sí, pero más bien de base evangélica, y cuya labora política se vuelca a las calles. Esta nueva derecha, de la que se ha estudiado poco se ha ido insertando en los sistemas políticos hasta tornarse en uno de los ejes principales en el momento mismo de la coyuntura electoral. Así lo vimos muy claramente en las elecciones de Perú en 2016, hasta el intensivo proceso vivido en Costa Rica a inicios de este año. En ellos, estos liderazgos carismáticos apuntalados por el crecimiento de las iglesias evangélicas, consolidaron una agenda conservadora fundamentada en posiciones reaccionarias frente a los puntos más progresistas de las agendas política latinoamericanas de los últimos años: matrimonio igualitario, aborto, educación sexual, laicidad del Estado y defensa de los derechos humanos. Presentándose como el único antídoto al avance de esta agenda progresista, esta nueva derecha ha puesto en jaque los modos tradicionales de hacer política. No son ni siquiera una alternativa política en términos materiales, sino una opción contestataria que intenta condensar muchas de las inconformidades de la sociedad y reducirla a unos cuantos puntos simplistas, fácilmente representables y atacables. Esta misma conducta es fácil de dilucidar en Bolsonaro, pero de una forma exacerbada como nunca antes. Aquí el discurso de odio no es el de la simple oposición, o de defensa frente al avance de antivalores –que es la postura de la mayoría de estas nuevas derechas-; aquí el discurso es claramente confrontativo y agresivo.

            Por último, una relación que muchos grupos opositores de la izquierda no quieren ver es justo la veta antidemocrática que une a Nicolás Maduro y a Bolsonaro. Tanto en Brasil como en América Latina grupos de derecha, pero también agrupaciones libertarias en expansión, se han decantado velada o abiertamente por Bolsonaro, con tal de evitar un nuevo gobierno de izquierda. Sin embargo, por muchos errores que se le puedan reconocer a la izquierda brasileira, una etiqueta que no puede ser colgada sobre ellos es la de ser antidemocráticos. Bolsonaro, en cambio, ha demostrado, en lo retórico y en su práctica un profundo desprecio por las instituciones y tradiciones democráticas. Así pues, sin afán de parecer determinante, la contienda que se vivirá en la segunda vuelta electoral debe dejar de ser leída como el enfrentamiento entre la izquierda y la no izquierda, y empezar a ser vista como la posibilidad de elegir entre la democracia y la no democracia.

            El papel de Fernando Haddad, candidato presidencial del PT es, sin embargo; titánico. Y todo camino a ganar la presidencia no podrá empezar con el pie derecho mientras se deje de ver al candidato como el embajador de Lula, y se le empiece a ver como la única opción de presidencia democrática.