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Sobre la memoria y la democratización

Secas de tanto llorar, desesperadas de tanto esperar a los que estaban y ya no están, o quizás siguen estando, o quién sabe.

—Eduardo Galeano sobre Las Madres de la Plaza de Mayo

Hay experiencias que han marcado el pasado y el presente de América Latina, como el colonialismo, la resistencia de las comunidades indígenas, la lucha y la defensa del territorio, y el enfrentamiento al autoritarismo y la dictadura. Estas vivencias, aunque no generalizadas, han definido el presente de la región y, en mayor o menor medida, se han vuelto parte de la memoria sobre el pasado de violencia y represión. Desde hace más de un par de décadas, buena parte de América Latina ha iniciado un proceso de transición a la democracia donde una de las preguntas centrales ha sido cómo lidiar con el pasado de violencia.

Elizabeth Jelin, socióloga argentina, retoma este cuestionamiento para remarcar la importancia de la memoria sobre las violaciones a los derechos humanos, la represión y la violencia en los procesos de democratización en el Cono Sur. Algunos de los elementos fundamentales del pasado violento es la desaparición de personas, las detenciones arbitrarias y el asesinato de personas opositoras por parte de las fuerzas del Estado, principalmente del ejército. En un contexto donde la violencia y la represión llegan a los límites de lo imaginable, se enraízan en sociedad y anulan la organización y la manifestación en la esfera pública, se mantiene la legitimidad de expresión de una organización: la familia.[1] Señala Jelin que las familias de las víctimas de la violencia sostienen una legitimidad de manifestación y reclamo persistente.

En especial, en América Latina se generó una imagen dual: por un lado, las madres, las abuelas, las viudas, las hijas, las mujeres, las familias; por el otro, el militar, el hombre al servicio del Estado. Los símbolos del dolor de la víctima indirecta se personalizaron en las mujeres, sin dejar de lado a las víctimas directas, muchas de ellas funcionarios públicos, estudiantes, militantes opositores y guerrilleros.[2] En medio de una amnesia social obligada las familias salvaguardan la memoria. Cuando se buscaba que los nombres y los rostros de los desaparecidos se olvidaran, las esposas salen a las calles con sus rostros para que sean recordados. Cuando se buscaba silencio, ellas gritan. Cuando la mayoría de la sociedad ha decidido mirar hacia otra parte para negar la realidad, ellas llaman para mirar al dolor.

La memoria tiene distintas funciones, no sólo enuncia que algo ha ocurrido. Sino que retoma las historias de distintos actores, principalmente de las víctimas para construir un relato político sobre lo que ha sucedido. Por esta razón, es dinámica, se transforma según las circunstancias del presente y las expectativas del futuro, incluso se olvida.[3] Consignas como “Nunca más” muestran la importancia de aprender del pasado y del cambio en el presente.[4] No obstante, no todas las personas pueden construir una memoria en torno al pasado violento, pues muchas no estaban ahí, no lo vivieron; por esta razón es importante la transmisión de la memoria, donde de nuevo la familia es fundamental en la socialización de la memoria.[5]

La memoria, entonces, no es fija ni está acaba, tampoco está exclusivamente anclada al pasado o busca resultados sólo para el futuro. La importancia de la memoria está en al menos dos aspectos: la memoria que se ha construido hasta hoy y la persistencia de las dinámicas de violencia en la región que originan denuncias por parte de las familias. Las experiencias de violencia y represión no son solamente elementos de memoria que han quedado en el pasado tras la democratización; son persistentes, no sólo por ser heridas abiertas y preguntas sin respuestas, sino porque son realidades que se reproducen cotidianamente.

Aunque las experiencias son diversas entre los países, los procesos de democratización en América Latina en algunos casos se han vistos limitados para dar respuestas sobre el pasado y generar procesos de transición a la paz sostenibles. En otros casos, además, han fracasado en tanto se mantiene la represión del Estado, o bien, se han presentado nuevas formas de violencia. Por lo tanto, vale la pena preguntarse: ¿cómo comprender el presente de violaciones a los derechos humanos y desaparición de personas en países donde desde hace un par de décadas se asume una transición a la pluralidad y a la democracia? ¿cómo se volvió concebible hablar de un cambio democrática cuando las violaciones a los derechos humanos del pasado siguen sin resolverse y se replican en el presente? ¿cómo es que seguimos atrapados en una dinámica de amnesia social?

Responder a estos cuestionamientos rebasa los alcances de este texto. Sin embargo, es fundamental voltear al dolor que permanece en la región y en los distintos países, a los rostros que se pretende sean olvidados y a los gritos que rompen el silencio en la actualidad, a la memoria que aún se pretende borrar. La región parece seguir atrapada en una amnesia social, donde la experiencia de la violencia y la represión siguen vigente. En muchos países, como México, las familias y en especial las mujeres se siguen movilizando en el espacio público para exigir justicia, buscar respuestas, reclamar que la violencia pare. Existe, en consecuencia, una deuda con la memoria del pasado y lo que ha construido para el presente, además de una necesidad de replantearnos la democratización en contextos donde la violencia y la represión son el presente.

[1] Elizabeth Jelin, Los trabajos de la memoria, Lima, IEP Instituto de Estudios Peruano, 2012, p. 13.

[2] Ibid., p. 127.

[3] Ibid., p. 147.

[4] Ibid., p. 147.

[5] Ibid., p. 151.